Hoy nos acercamos hasta el barrio de San Pablo y visitamos la iglesia que le da nombre
Uno de los monumentos más grandes y valiosos con los que cuenta el patrimonio zaragozano, y que muchas veces pasa desapercibido tanto para los visitantes como para la propia población maña
Texto y fotos: Armando Cerra
Zaragoza cuenta oficialmente con dos catedrales, la Seo y el Pilar. Pero extraoficialmente siempre se ha dicho que la ciudad tiene una tercera. Nos referimos a la parroquia de San Pablo. Y es que se trata de un templo que posee privilegios administrativos y litúrgicos propios del más alto rango eclesiástico. Y además es evidente que las dimensiones del edificio se corresponden con algo más que una parroquia, ya que en su punto más largo San Pablo alcanza los 100 metros de longitud y en el interior tiene una altura máxima de 20 metros.
Un tamaño más que considerable debido sobre todo a su larga historia. Al fin y al cabo el origen de esta iglesia nos traslada prácticamente al tiempo en el que Alfonso I el Batallador recuperó la Sarakusta musulmana en el año 1118. Poco después de que aquel monarca hiciera efectiva la reconquista en Zaragoza, la devoción popular levantó una modesta ermita más allá de las murallas de la ciudad.
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Y aquel eremitorio, inicialmente dedicado a San Blas, cada vez era más popular. Pese a que no era fácil llegar. Desde la zona que hoy es la Avenida César Augusto se tomaban los caminos de tierra y barro que coinciden más o menos con las actuales calles de San Pablo, San Blas o Las Armas. Eran sendas campo a través y de suelos muy fértiles gracias a la cercanía del Ebro. En ellos, crecía la vegetación propia de los bosques de ribera, y para caminar con seguridad era más que recomendable llevar una pequeña hoz que permitiera cortar los cañizos, aneas y malas hierbas que crecían sin control.
A esa imprescindible hoz, por su forma curvada, también se la conoce como gancho. Ahí radica el nombre popular del barrio. De hecho, si alguien ha asistido a alguna de las muchas procesiones que parten desde el templo de San Pablo, habrá comprobado que tantos siglos después, los pasos devocionales siempre los encabeza un fiel que porta una hoz, con la cual simula despejar el camino para toda la comitiva que le sigue. Así se homenajea a las primeros devotos que llegaron hasta aquí. Y con la misma intención se venera un gran gancho de acero dentro del templo.
La pasión por aquella modesta ermita de san Blas creció durante todo el siglo XII. Y poco a poco, algunos zaragozanos se asentaron en la zona y erigiendo allí sus viviendas extramuros. De manera que a mediados del siglo XIII, el obispo tuvo que cambiarle el rango al templo, dejó de ser ermita y pasó a ser parroquia. Una parroquia con unos privilegios muy peculiares y además se le cambió la advocación para dedicarse a partir de entonces a San Pablo.
Fue entonces cuando se derribó la ermita inicial y se comenzó la construcción del templo que hoy conservamos. Un templo iniciado en el siglo XIII pero al que se le fueron incorporando añadidos, espacios y capillas durante más de seis siglos. Por ello, en la actualidad es como un libro abierto de la historia del arte aragonés, con elementos que van desde el gótico y el mudéjar hasta las formas del barroco e incluso partes del siglo XIX.
Para comprobar esa variedad de gustos y de estilos basta con contemplarla desde el exterior, donde cada una de sus cuatro puertas monumentales es diferente, de distinta época y cada una con su nombre. Son las de San Blas, la más antigua y modesta. La de Tramontana situada a los pies del templo y de la torre. La del Fosal que conectaba con un antiguo cementerio. Y la más monumental de todas, la de San Pablo.
No obstante, desde el exterior lo más espectacular del conjunto es la torre campanario de forma octogonal y que se eleva más allá de los 65 metros. Una joya del mudéjar declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Por cierto, ¿sabes que puedes subir hasta la parte alta de este campanario? Sin duda un excelente mirador sobre esta parte del casco antiguo zaragozano.
Aunque si la visita por fuera siempre es interesante. Tampoco está de más entrar al recinto interno. También ahí nos esperan sorpresas. Una de ellas es el retablo que labró en el siglo XVI un escultor de primerísimo nivel, Damián Forment, el mismo que creó maravillosos retablos en la Catedral de Huesca y en la propia Basílica del Pilar.
Precisamente ante ese gran retablo a caballo del arte gótico y el renacentista se encuentra otro de los tesoros de la iglesia de San Pablo. Es el frontal del Altar Mayor, una exquisita obra de platería hecha a principios del siglo XVIII. Una delicatesen artística creada por maestros orfebres capaces de recrear figuras humanas y símbolos religiosos con exquisito gusto.
Mientras, al otro lado de la nave, está el coro. Allí se guarda una sencilla sillería en madera tallada en el siglo XVI. Tal vez alguno el entren ganas de sentarse en esos asientos históricos. Sin embargo, no lo va a poder hacer ya que la sillería del coro de San Pablo está protegida por una potente verja de bronce. Hasta aquí todo normal. Pero el hecho diferencial es que esta verja en su momento fue recubierta de oro por Goya.
¡Atención! No por Francisco, sino por José, el padre del gran pintor, un artesano que trabajó por múltiples iglesias de la provincia. Sin embargo, ninguna de los templos donde desarrolló su labor el dorador José Benito de Goya tiene la prestancia de iglesia de San Pablo o del Gancho. Da igual como se nombre, el hecho es que es una de las joyas del patrimonio histórico y artístico de Zaragoza.
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